El 18 de junio de 2008, se realizaron una serie de cambios a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (llamados “reformas”), concretamente a los artículos 16, 17, 18, 19, 20, 21 y 22; y las fracciones XXI y XXIII, del artículo 73; la fracción VII del artículo 115 y la fracción XIII del apartado B del artículo 123.
Estos cambios o reformas obligaron a todos los estados de la República, para que, en un plazo no mayor a ocho años, modificaran la manera en que venían impartiendo la justicia en materia penal.
Las reformas buscaban dejar atrás un proceso de corte inquisitorio o inquisitivo, donde todo se hacía por escrito, en secreto, sin poder contradecir o controvertir de manera efectiva lo señalado por otra persona. La prueba era “tasada” (es decir, que cada prueba ya tenía un valor asignado previamente con independencia del caso o la situación), donde se abusaba del uso de la prisión preventiva (meter a la cárcel a las personas cuando todavía no se sabe si cometieron el delito o no), donde los derechos de una persona imputada (persona señalada como que posiblemente cometió el delito) no eran suficientes y se le veía como un objeto de persecución. En el caso de las víctimas, tampoco eran muy tomadas en cuenta, entre otras cosas.
Se buscó transitar a un proceso penal de “corte acusatorio” y oral en el cual se da una separación de funciones de quien persigue delitos, quien los juzga, en el que lo que “valen” las pruebas no está determinado de antemano, en el que tanto el imputado como la víctima son considerados sujetos de derechos y donde el proceso se desarrolla con publicidad, mayor transparencia y de forma oral.